miércoles, 15 de septiembre de 2010

SOBRE EL AUTOR




El hombre mediano de tres hermanos. Israel Maldonado (Azcapotzálco, D.F, 1986). Egresado de la Facultad de Estudios Superiores Aragón. Publicó en forma colectiva, y en diversas revistas de circulación nacional como Tierra Adentro, Oráculo, Reverso. Mención Honorifica por la Universidad Nacional Autónoma de México en concurso de Poesía, Décima Musa; así pues, colaborador de la obra denominada “Homenaje a Octavio Paz, Decimo primer Festival Universitario del día de Muertos. Megaofrenda 2008”. Gran parte de su material es inédito. Es colaborador habitual de la revista mensual: Voces Universitarias, y colabora en la sección cultura La Furia del Pez en el periódico El Financiero.

¡DÉJAME RESPIRAR!




¡Déjame respirar!


Por Israel Maldonado

para el Pollo caído en la disco Divene




La verdad sí, yo estuve en la New´s Divine. Te lo digo no para levantar ámpula con mi testimonio, más bien para dejar claras las cosas que tanto vienen ustedes diciendo, pero espera, no quiero que salga mi cara, ya sabes luego los cuates te queman con eso de que ya saliste en televisión… ándale, sólo ponla así de perfil. ¡Bien!

Pues, qué te voy a decir, esa tarde del viernes 20 de junio fue la más negra y confusa para mí. La mera verdad yo me vine aquí a México a estudiar la prepa, y pues bien quería entrar a una discoteca así como la New´s Divine. Me puse de acuerdo con un vecino mío, se llamaba Jorge, le decíamos “Pollo”. Era alto y delgado, y además bien parecido. Ese día se animó a venir conmigo, porque yo traía buena feria. Total, saqué más dinero del cajón, y recorrimos la polvosa avenida de Eduardo Molina hasta el cruce con la calle 321, de la colonia Nueva Atzacoalco.

Como ya sabes para entrar a una discoteca tienes que hacer una fila descomunal. Era tardeada de 3 a 8, y entramos sin restricciones más que pagar 60 pesos al chavo de la entrada. Había ambiente, y por donde pusieras la mirada había chavos y chavas entrados al baile y la diversión. Algunos fumaban, y otros hacía lo mismo acompañados de micheladas y refrescos de lata. Todo era una fiesta normal y yo comenzaba a entrar en ambiente con la música que mezclaba el DJ Linux. Hasta que el dueño del inmueble tomó los micrófonos con la orden inmediata de desalojar, pues, la policía que estaba afuera iba a verificar el lugar buscando no sé qué; aunque de cuenta y palabra prometía que el siguiente viernes había entrada libre para todos. Obviamente los abucheos y mentadas no se hicieron esperar…

Mi cuate Jorge había escuchado el rumor de que afuera había patrullas, ambulancias y tres camiones de la RTP, además, de que habían entrado policías encapuchados y aguardaban en la planta baja, uno en cada escalón para impedir la salida. Todo era contradictorio. Pero la música siguió normal: los sudores, el calor, el cigarrillo eran de lo más normal. Hasta que diez minutos después el dueño, que escuché le decían “Freddy el Mayor”, mandó a apagar las luces fuertes y la ventilación. Allí fue cuando comenzó el desbarajuste y los malos entendidos. Yo dejé de charlar con una chica y bebí el resto de mi vaso, luego salí a ver si encontraba a mi amigo Jorge. Pero fui bloqueado por dos policías que me amenazaban con armas largas, diciéndome: “Te vamos a quitar la libertad, mejor danos lo que traigas de valor, mocoso...”

Varios chavos vieron entrar a más policías y emprendieron la estampida hacía las escaleras, entonces se escucharon varios tiros al centro de la pista. No había retorno, las voces que querían imponer el orden habían desquiciado todo, y los chavos comenzaron a caer accidentalmente por las escaleras; aglutinándose, y por lo tanto, empujándome con un policía del brazo hasta el centro mismo del problema. Nadie podía volver a subir los escalones, porque habían sido bloqueados por granaderos y policías. Tampoco, nadie podía salir por las puertas de emergencias, porque habían sido inmovilizadas con cajas de cerveza y tambos, así que sólo estaba la estrecha salida que nos cerraban los hombres de afuera, y quién osara salir al embate del operativo policiaco era reenviado al mismo sitio con golpes, y demás agravios inmerecidos...

Yo estaba sin aire. Se podía decir que me iba debilitando cada vez más. Todo el mundo se golpeaba y pisoteaba. Hubo golpes y arañazos entre chavos y chavas; desmayos, alaridos de que a alguien se le estaba incrustando un fierro; asfixias y toda la confusión y el dolor mezclado con gritos desgarradores que pudieran concebirse ante la turba contenida en unos cuantos metros cuadrados. No sé en qué momento el pánico se apodero de mí, pero quise subirme en las rodillas de un chico que había caído, más bien me subí en él, y traté con mi altura considerable de alcanzar una botella para romper la ventana y poder respirar, porque mis pulmones no aguantaban más e iba a desmallarme. Pero me agarraron de los cabellos y comenzaron a pegarme, hasta que me dieron un golpe tremendo en la cabeza y quedé medio inconsciente. Sentí patadas en todo mi cuerpo, pasaron sobre mí en una completa, barbará y loca desbandada.

Sólo minutos después abrí los ojos. Estaba tendido con otros chavos y chavas a mi alrededor; sobre el asfalto y con una ambulancia enfrente. Me habían abierto un ojo, y con el otro veía borroso. Todos se movían, unos quejándose y otros sacando y depositando más cuerpos, alrededor. Yo volví a cerrar los ojos como en un pesado sueño, pero clarito sentí como me sacaban los tenis, y el celular que traía en el pantalón. No podía más y me faltaba el aire, el dolor al respirar se me hizo enorme. Pero aún así dejé pasar unos minutos, abrí los ojos para luego, medio levantarme sobre mis codos e irme arrastrando a recargar en la pared de una estética, junto a la discoteca. Todavía, dentro se escuchaban los golpes propinados a la puerta que hacía freno en la salida de emergencia, toponeada por policías y granaderos.

Alaridos y clemencias de aire, era lo que poblaba mis oídos. Sangraba de la frente. Pero estaba a salvo, cerca de un carro negro que impedía me viera algún “agente del orden”; en cambio, yo sí vi como golpeaban a los chicos que osaran salir o, atreverse a reclamar para pedir informes de algún amigo, dentro. Recuerdo como a un chico, dos policías lo subieron a una patrulla y comenzaron a golpearlo; con una cacha de pistola lo sometieron y subieron al vehículo para luego bajarlo e irlo a tender con los demás chavos, y otros tantos que ni la ambulancia se podía llevar por paramédicos que seguro y cómplices de los uniformados robaron a cuanto joven se le ponía enfrente. A las niñas las tocaron y hurgaron; otros no supieron darle primeros auxilios ni al menos oxígeno, sólo las vieron morirse unas en el suelo y otras tantas, arriba de las ambulancias; vehículos que nunca aceleraron y sólo las torretas encendidas dejaron para el disimulo ajeno.

Total, que me vieron dos policías y luego, luego que me suben a un camión de la RTP, donde más golpes me dieron, hasta llegar con un médico en una oficina que hizo a más de diez desnudarnos frente a frente. Yo, que me vuelvo de desmayar golpeándome con una silla en la cabeza. Dicen que me dejaron solo, hasta cuando me desperté en el Hospital de la Villa, mi madre estuvo a mi lado.

Tres días después salí, en ruedas y cuello ortopédico pero salí. Me enteré luego de que Jorge había sido uno de los doce muertos fallecidos en aquella absurda estampida. En la televisión se hizo mucho revuelo. Los políticos se daban con todo en sus largas declaraciones; que si la Secretaría de Seguridad Pública, y la Unipol eran corruptas e ineficientes; que si la Procuraduría de Justicia ocultaba información por órdenes del Jefe de Gobierno. Hubo algunos funcionarios que dejaron el cargo, se ampararon y salieron volando para arreglar “otros asuntos legales”. A mí me ofrecieron ayuda psicológica que pronto me retiraron como mi silla de ruedas. Luego, me mandaron a la calle Serapio Rendón a buscar el IMJUVE, es la institución que me consiguió un empleo de mil quinientos pesos quincenales en la pista de hielo que estaba en el zócalo. Ahora estoy desempleado, y aunque salga en televisión seguiré sin empleo. Mañana y seguro hagamos la Marcha Silenciosa del Ángel al Zócalo. Sin embargo, yo siento que ya todo está perdido.


México, 2010.

AYER LA MATAVIEJITAS, HOY Y SIEMPRE: LA DAMA DEL SILENCIO




Por Israel Maldonado



Su destino esa tarde estaba marcado. Era Joel López el elegido para gritar: ¡Asesina! ¡Asesina! ¡Agárrenla!

Su jefe le dijo, puedes irte Joel, porque voy a cerrar temprano. Por lo regular Joel nunca llegaba con el sol de las tres de la tarde encima; no llegaba a su cuarto que rentaba en la colonia Moctezuma, Primera Sección. Su trabajo como mesero del bar Excalibur, no lo permitía tomarse aquel atrevimiento de manecillas.

Pero, sin embargo, ayer pudo hacerlo, y logró lo que la absurda investigación policíaca del Distrito Federal buscaba desde hace más de dos infructíferos años; señaló a voz en cuello a la susodicha mujer de complexión robusta y atlética; permitiendo su irremediable captura en una esquina lejos de allí, tras el sofoco de haber recibido: bolsazos, patadas, rodillazos y golpes de cadera para abrirse paso entre la multitud.

Dicen que la presunta homicida serial de ancianas se llamaba Juana Barraza Samperio. No estoy muy seguro del nombre, porque tuvo un segundo nombre que más se me quedó grabado, por eso de tener una tía sexy llamada así. Pero, tú me has de disculpar querido lector, si mejor no entramos en detalles de esos.

Digo, se llamaba Juana Barraza Samperio. Escriben que fue un caso interesante dentro de la historia criminal de México. Practicaba la lucha libre. Su nombre en el ring, aseguraron, era La Dama del Silencio, una mujer que buscaba cualquier arena para enfundarse en su traje rosa y botas blancas, y ponerse un antifaz que semejaba las alas de una mariposa plateada. Pero, que después de un golpe en la cadera, sólo se conformó con vender rosetas de maíz afuera de la Arena Coliseo, y seguir adelante sin muletas o silla de ruedas que subestimaran su condición de Campeona.

Las autoridades pusieron el grito en el cielo, en noviembre de 2003. El caso era sumamente complicado; resolverlo. Pensaron que era toda una mafia, que estrangulaba con sólo dos manos. Se dio un sensacionalismo mediático que ponía a temblar a los abuelitos, tras de doble y triple chapa de puerta. Así que Juana, durante más de tres años no cometió errores, que pudieran agudizar la búsqueda exhaustiva del gobierno capitalino. Y lograr hipótesis “acertadas” de los bien hablados en Televisa. Que proponía buscar entre las prostitutas y los travestis, o los amantes del arte sobre el color y el lienzo; de una pintura de un artista español del siglo XIX.

Era, decían de Juana: brillantemente listo, muy hábil y precavido. Hasta algunos hombres trataban de imitar a la homicida, pero eran descubiertos en evidencias contradictorias. Además, los ataques de la antes luchadora, seguían, y los olores de putrefacción se extendían por medios de información, y demás reportes periciales.
Juana nació en la Ciudad de Puebla en 1954, de tez morena clara, y un singular lunar en la mejilla. Alcanzó a medir 1.75 metros, hasta los cuarenta y ocho años. Dicen que siempre tuvo el cabello tupido, y teñido de rojo, pero su rostro de facciones duras le quitó toda la sensualidad que podía tener, por el simple hecho de ser mujer, porque parecía hombre.

Se dice que Juana asesinó a incontables ancianas, desde los años noventa; comenzando por su abuela, que fungió como la madre que cambió su virginidad con un señor grande, por cuatro cervezas. Pero, para actualizar el caso al respetable lector; asesinó cuando menos desde el 2004, a diez ancianas en la Ciudad de México, según los informes de la Procuraduría capitalina. Y falló en una ocasión, pero no podían detenerla. Era implacable su sed de ataque, estrangulamiento, y camuflaje.

La unidad 17 de la Dirección de Servicios Periciales en la Fiscalía Central de Homicidios de la Procuraduría Capitalina, obtenía evidencias contradictorias, y tantos retratos hablados que involucraban a travestis, y sexo servidoras como puede concebir la imaginación mexiquense.

Digo pues, la mujer y luchadora del silencio, ayer cometió su último crimen. Llevándose consigo la esencia placentera, de la muerte de una octogenaria.
Esta vez Juana, sin disfrazarse con su impecable bata del IMSS, y sus zapatos blancos, iba a realizar su asesinato número cincuenta, sin levantar la mínima sospecha. Guardó entre un montón de libros y revistas: retratos hablados, noticias y columnas editoriales, todo lo respectivo de sus ataques y movimientos.

Salió de su trinchera, alrededor de las dos de la tarde, no sin antes poner la respectiva manzana al altar de su Santa Muerte, y besar a la víbora que se le enroscaba en la entrepierna; en seguida, colgarla de una gruesa y larga alcayata clavada de aquel tabique rojo del que todavía está levantada su casa. Cogió de una mesa un folder con copias de credenciales de elector, una lista de nombres, y una tarjeta con el logotipo del ángel y gobierno capitalino, que la reconocía como entregada trabajadora social. Además, un estetoscopio de gruesa manguera, que permanecía a lado de una imagen de Jesús Malverde.

A paso cauteloso y prudente, sintió floja la tolla sanitaria, pero Juana siguió adelante. Llegó a la casa de Ana María de los Reyes Alfaro, una anciana de 82 años que vivía en el número veintiuno de la calle José Jasso, en la colonia Moctezuma, Primera Sección, delegación Venustiano Carranza; con el objetivo único de estrangular para calmar su ira, decía mentalmente, odio la menstruación. Reía, y seguía dando paso firme, tocándose su amuleto de la buena suerte; una bolsita de malla con trocitos de canela, guardada discretamente en su chamarra roja.

Ana María de los Reyes, era como todas sus víctimas: anciana, débil e indefensa, que con alguna mascada, o una media barata; aprisionándole la yugular, bastaba para córtale la respiración. Se corre el rumor que trabajó en las ventanillas de servicios escolares de la UNAM. Además, de ser una mujer pensionada por el IMSS, que vivía sola y que regularmente caminaba en un parque cercano a su casa.

El modus operandi de Juana, no requeriría alguna nueva implementación de humillarse de Campeona Profesional a lavandera de quinta, sólo astucia e inteligencia para poder entablar una buena conversación, y acceder fácilmente a una silla, y luego apoyarse de la mesa al cuello de su víctima.

Por lo tanto, todo era casi igual para Juana Barraza, sin complicaciones, se decía al cerrar la puerta de entrada, y ubicar el departamento. Sólo bastaba con identificarse con una credencial del Gobierno del Distrito Federal, y, decir ser promotora del programa para adultos mayores. Y para reforzar su engaño llevar consigo un aparato de esos que sirven para examinar la presión. De esta forma logró engañar a decenas mujeres de la tercera edad.

La anciana y víctima tenía reconocidos a tres hijos que pocas veces la visitaban, aunque aquella vez recibió hasta diez nacidos, para rodearla de cirios y derramarle cuantiosas lágrimas. Joel dice que en ocasiones la iba a ver, porque le hacía el favor de rentarle un cuarto ubicado al fondo de su departamento, y lo quería como un hijo más.

Juana cruzó los fríos pasillos. Cuando estuvo dentro del lugar más propicio; golpeó a la viejita en la cabeza con una sartén, y con el estetoscopio predilecto, la estranguló. Enseguida, le desabotonó la blusa, acariciándole los seños. Y con un cuchillo ranger militar, le cortó ambos pezones. Para acuchillarla en el pecho una y otra vez, con una velocidad demencial que disfrutaba hacerla. Pero no escapó de inmediato, se dio el lujo de probarse algunas prendas del guardarropa, y todavía le dio tiempo de cambiarse la toalla sanitaria, y hacerse un emparedado. El sabor del esto me sigue dando hambre, decía.

La homicida estaba dentro de la cocina, cuando llegó el inquilino de la anciana, haciendo ruido al cerrar la puerta blanca que daba a la calle. Olió por última vez el sabor del crimen. Completó, y dobló su emparedado como trofeo, y puso atención a los pasos que se acercaban.

Joel López, el joven de 25 años, que todavía traía su ropa de mesero, caminó chifle y chifle. Enseguida, dobló hacia los cuartos de su arrendataria, con unas bolsas llenas del supermercado. Vio la puerta abierta, y todo en desorden, dijo, ¡señora Ana, le traigo una sorpresa! ¿Puedo entra? No recibió contestación alguna. Sólo un ruido de algo caer del otro lado, por una ventana que en temporada de calor siempre estaba abierta. Y en esas fechas no era la excepción.

El muchacho entró enseguida. Siguió llamando. Las luce apagadas. Dejó las bolsas en la mesa. Un frasco rodó hasta caer al suelo ajedrezado, quebrándose. Recorrió algunos metros, abrió sigiloso un cuarto habitación. Vio tirado en el pasillo entre la puerta de baño y la recámara un extraño cuchillo con hilos de sangre, alrededor. Aunque, le invadió el miedo, terminó decidido por acudir a la cocina, por dónde estaba dicha ventana abierta de par en par, y por donde se colaba un aire fresco.
Pero, en el piso estaba muerta la viejita. Quedaba boca arriba, con terribles huellas de estrangulamiento, sobre un charco de sangre fresca; corriendo sin cuajarse debajo del refrigerador.

Mientras observaba el cuerpo, escuchó algo corriendo por el pasillo…, era una mujer que regreso la cabeza, hundiéndole la mirada a Joel. Cejas delineadas, ojos rojos, y nariz recta.

Joel decidió seguirla en un salto de pantera. Salió de la casa. Llamó de pura coincidencia a una patrulla que hacía rondín cerca de por allí; a falta de algo en que invertir tiempo y dinero. Era la VC3-1050 en la que viajaban dos policías de barrio; Marco Antonio Cacique Rosales e Israel Rosales Cruz, que escucharon los desgarradores gritos de auxilio, y ayudaron a perseguir a la mujer de chamarra roja, en un acelerón de esos que hoy nos dejan lamentando nuestros impuestos. Pero mejor, bajaron de la patrulla que ya no ejerció acción después de varios intentos frustrados, y una mentada de madre.

Sólo fue una calle la que corrieron los policías, sin complicaciones para explotar en una súbita convulsión de aire, y sacudiendo sus kilos de carne, y respectiva macana. Tomaron a la mujer del brazo. Pero ella les dio de bolsazos. Aunque, sin embargo, ya no pudo escapar ante el sometimiento de la segunda y negra macana, sólo lágrimas le rodaron por las mejillas al ser al instante inmovilizada, con los respectivos hierros de todo cumplido y eficiente policía.

En minutos, en sólo minutos, llegaron al lugar: prensa; granaderos; el secretario de Seguridad Pública, Joel Ortega; el subsecretario, Gabriel Regino; el fiscal de homicidios, Guillermo Zayas. Todos buscaban hablar con la detenida, y presunta multihomicida. Pero ahora, ni lágrimas ni berridos emitía la pobre mujer, sólo estaba ocupada en deglutir un trozo de emparedado, decía mentalmente, yo, ¿arrepentirme? ¡Nunca! Hacía señas con las manos esposadas, de estar ocupada, comiendo.

Pero, ¿era ella…? Su corpulencia, su parecido a el difundido retrato hablado, y otro después famoso busto de arcilla, la forma en que cometió el crimen, el cabello teñido de rojo; todo señalaba que podía ser la homicida de doble personalidad, la egocéntrica y fetichista, que ellos llamaban popularmente como El Mataviejitas.
En definitiva, en unas horas lo supieron. Las huellas dactilares que le tomaron, concordaban con las halladas incompletas, en vasos con agua; de diez homicidios anteriores, y en una ocasión en la que falló con un reseco cable de luz, y perdonó la vida por cuatro mil pesos a una anciana “bocona”. Ella era El Mataviejitas, que todo el mundo: peritos, agentes investigadores, fiscales, y ministros públicos; hazme el chingado favor, confundieron con un hombre.

Finalmente, resultó que el 31 de marzo del 2008, el juez 67 de lo penal, con sede en Santa Martha Acatiltla, le dictó sentencia de 759 años y 17 días de prisión, por 17 homicidios, y 12 robos en agravio de personas de la tercera edad, ingresando así a la lista de los asesinos seriales más mexicanos que el maíz.

México, 2010

LA NIÑA PAULETTE




Por Israel Maldonado


Estoy a punto de comenzar a escribir estas líneas de denuncia, sin pensar en qué comenzaré a decirte ya te dije que estoy escribiendo. Y sentado de cuclillas en una esquina de los departamentos de lujo en Interlomas. No pretendo tomarte el pelo, respetable lector. Sólo quiero darle voz a la injusticia que en adelante voy a referir. Se trata de la tan difundida muerte en medios de información de la niña Paulette; ocurrida en la ciudad de México, dentro de una familia acomodada que figuraba en las portadas de revistas de sociales, para en seguida titular las notas más rojas, estúpidas y absurdas que uno se pueda imaginar en letras mayúsculas: GEBARA FARAH.

Paulette fue la segunda hija del polémico matrimonio entre dos conocidos tan diferentes en sociedad, pero entendidos a su manera y coeficiente intelectual. Nació un abril del año 2006 con discapacidad motriz. Su madre se llamaba Lizette, y era mujer influyente y bella de varias revistas de moda y glamur, pero hablaba muy poco; al contrario del gordo y feúcho sacerdote, Mauricio Gebara, un católico parlanchín y armas tomar, también influyente en los más altos puestos políticos del estado de México, decía en tono creído, yo he concesionado propiedades a mi amigo gobernador para sus devotas familias, reía.

El tiempo corrió hasta que Paulette alcanzó el metro de estatura y los cuatro años de edad, le decían sin que ella entendiera, cierra la boca, qué tanto miras, bobita Po. Gozaba de un porte angelical, a pesar de no lograr hablar bien, y la incapacidad para poder cerrar su boca. De cabello rubio y rizado hasta los hombros, ojos cafés, piel blanca, y facciones muy finas; judío- libanesas.

Todas las mañanas Paulette amanecía con su boca abierta y la saliva reseca. Su imposibilidad motriz le complicaba la vida, es por eso que la adinerada familia Gebara Farah, contrató a dos niñeras de pueblo, aunque llevaban trabajando en la ciudad unos quince años de continuo.

Una se llamaba Érika y la otra Martha Casimiro, ambas del Pueblo Nuevo, Villa del Carbón y hermanas inseparables, decían, gracias, señora linda por ser tan gentil de su merced y parte, que Diosito nos la bendiga. Se despedían y se iban a su pueblo para regresar el domingo temprano a su trabajo, en la calle numero 11, Hacienda de las Palmas; sin pretextos, retardos o mentiras.

Érika se había metido en los ojos al patrón, decía, pronto dejaré esta vida de perra y sirvienta. Soñaba algún día convertirse en dueña y señora de dicha casa de Interlomas, en Huixquilican estado de México; era un exclusivo conjunto residencial que a bien gozaba desde una modesta fuente de piedra y alberca de mármol, hasta un enorme gimnasio rodeado de amplias y siempre verdes jardineras.

A Mauricio Gebara le encantaba su gimnasio, decía, mira que puedo sacarle un buen billete a mi gimnasio si alguna vez me lo propusiera, pero mejor le invertimos al negocito del gobernador, para este sexenio ya habrá buena parte de influencias priistas. El gimnasio fue lo único que pudo rescatar, después del complicado litigio que le ganó su esposa Lizatte; que sin duda estaba también, por ganar la custodia de su primera hija de siete años. Es por tanto que Mauricio, sólo tenía la llave del cuarto de sus dos hijas para entrar a verlas, cuando él quisiera y su trabajo de sacerdote, y traficante de influencias en Valle de Bravo le permitiera.

Pero Mauricio no sólo iba a saludar a sus dos hijas, si no también, cuando no estaban; a tirarse en la cama con Érika, mujer de tez morena y chaparrita, que era nana exclusiva de la niña Paulette y criada servicial del comedor a la cocina.
Lizatte, la madre, era amante pero de la cocina, aunque de profesión abogada. Entre sus personalidades múltiples, la cocina era su refugio a todas sus absurdas molestias, y problemas del día que seguido le aquejaban, decía, mi vida no es vida sin mis recetas y el bendito Twitter. Los fines de semana, preparaba platillos exóticos para su hermana Arlet, una crítica culinaria de un conocido periódico mexicano y revista gringa; además de su mejor amiga que se apodaba “La China”. Es por tanto, que entre humos y ruidos de cacerolas, y demás platería en la ajedrezada cocina, la segunda nana; Martha Casimiro, le gritaba los ingredientes indispensables que se necesitarían mandar por ellos.

Mientras fluían los ingredientes en la cocina como en la lista de Martha Casimiro, a escasos metros de altura en una cama matrimonial y, edredones en tonos verdes y rosas; se revolcaba su hermana con Mauricio, el esposo de la señora.
Ese no fue un 28 de marzo cualquiera. La niña Paulette vio a su padre en el acto con Érika, se escondió en el cuarto de baño, entre las mojadas cortinas; deslizando las pequeñas argollas. Pero Mauricio la escuchó, para enseguida verla temblando con la boca más pálida y abierta que de costumbre, luego, toda roja y tartamuda soltar quejidos de auxilio a su otra nana, Marta Casimiro.

Mauricio ya podía imaginar el juicio y escarnio público, si alguien ajeno se enteraría. Había que cuidar la poca reputación de Salinas, decía mentalmente, no voy a permitir se burlen de mí los pinches narcos por una tontería.

Paulette, quiso salir corriendo de aquel cuarto, huir de sus diez metros cuadrados; huir de las garras de su amigo y padre entre comillas: que desesperado no deseaba que alguien supiera del secreto, y vergonzoso romance; pero que sin duda, por boca de su inteligente, audaz, astuta y fría esposa, saldría a la luz cuanto antes.
¡Cállate estúpida, mocosa! Mauricio Gebara amenazó a Paulette, que lloraba de miedo al verlo gesticular de cerca, así que fue callada con una gaza y cinta adhesiva que encontró Érika en un librero blanco con muñecos y juguetes todavía en sus bolsas de plástico, decía, ponle este hule, veremos si no hasta la boca se le compone. Pero Paulette siguió llorando y, haciendo ruido, azotando sus zapatitos azules sobre el liso suelo de aquella fría habitación de niña.

El sacerdote seguía desesperado, y con ganas de explotar toda su furia en su hija, de alejarse de sus problemas que años atrás le afligían. Odio con más fuerza a las personas con capacidades diferentes. Odio a Paulette con más fuerza, con más aberración y encono que había sentido en su vida. Le bajó su batita rosa, y la violó hasta cansarse, mientras a su lado, tirada en el suelo, Érika se masturbaba con similar y cadencioso ritmo que el clérigo, tornaba a imprimir en seguida con su miembro sobre la cara morada de la niña.

Pasó media hora, y lo ocurrido después, nadie más en la casa lo sabría. Se cerró la puerta blanca que decía en mayúsculas “POLET” sobre un felpudo de origen israelí, no sin antes tender cuidadosamente la cama, acomodar en el librero los muñecos, y juguetes de una niña, los libros de estimulación temprana de una niña, la batita rosa en un perchero de una niña; que en seis días sería a los cuatro vientos y ruedas de prensa, la hija desaparecida.

¡Ahora sí, cierren la puerta…! ¡Y díganle adiós a Po!

El embrollo del bulto viviente, bajo la cama se planeó en unas horas, decían las dos sirvientas en coro, absurda idea, señora, pero buena. La indiciada familia alrededor de la mesa con comida exótica, resolvió declaraciones y dudas surgidas posteriormente a hombres de chaleco rojo, y agentes ministeriales de la procuraduría de justicia mexiquense; regados a lo largo de los pasillos, el lobby, las escaleras, el estacionamiento, y cada rincón de aquellas amplia residencia; residencia analizada en la entrada principal por un binomio de perros adiestrados, y estudios de química forense estacionados en la esquina.

Digo yo, traer hasta aquí un laboratorio sobre ruedas y tanta luces de patrullas, si lo único que tienes que hacer es entrar a obscuras por la puerta de servicio, y depositar a la Madeleine mexicana ¡bajo los pies de su cama!

Todo era calma para algunos hombres, aunque para otros, indagatoria y reconstrucción de hechos. A su vez que fluían los pasos periciales, en la cabeza de Lizette bullían como volutas de cigarro y café instantáneo, el pronto millonario seguro de vida, y la casa en los Cabos que simplemente después compraría; negociaría y compraría tan fácil como el soborno de los agentes del FBI y sus exámenes de poligrafía, luminol, sendos dictámenes de necropsia, y tantas líneas de investigación inconsistente, se le presentarían de allí en adelante, en que se aliviaría de su próxima hija.

Lizette, estaba embarazada del moreno instructor de gimnasio; padre verdadero de Paulette, la misma que fue ante todo el mundo, un accidente de sábanas, y ahora sólo es polvo y silencio en el solemne Panteón Francés de San Joaquín. Pero que presume, grabadas por la abuela: letras de oro en su lápida, rezando rimbombantes y perdurables apellidos, GEBARA FARAT, a la luz de algunos curiosos.

México, 2010

LAS POQUIANCHIS




Por Israel Maldonado


La Ciudad Juárez se me hace muy lejos, para mi querido lector. Así que no puedo contar algo cercano, y más macabro que lo ocurrido a mi familia de por aquí cerca.
Mi abuela Catalina me contó esta historia, y me fascinó tanto que aquí la refiero en todas las palabras que recuerdo tejieron otras anécdotas, más adelante. Me contó como ella no le daba miedo salir por las empedradas calles de San Francisco del Rincón, en Guanajuato, a pesar de que andaban sueltos los rumores, de que se robaban a las muchachitas de entre 13 y 15 años de edad, y luego, no volvían a verlas en el viejo y pequeño pueblo donde todos se conocían. Ella reía a bocajarro, pero un día desapareció entre la sorpresa, y consternación de mi familia.

Corrieron los años sin resultado alguno de saber la pista de mi abuela. Todos habían perdido la esperanza, porque los rumores de que se robaban a las niñas, y no volvían aparecer era un hecho en casi todo el pueblo, y demás lugares de la República.

Hoy sé, gracias a mi abuela Catalina, que logró escapar de aquel infierno disfrazado de música y trago, por una rendija oxidada; sé que pudieron encontrar a escuálidas, y desgraciadas mujeres que tenían cautivas en deprimentes y aberrantes condiciones, en una tipo cueva. Pero que gracias a esto cayeron en la cárcel Las Poquianchis, y un hombre gordo y feo que era en ese entonces, Capitán del Ejército, pero que algunos apodaban el “Capitán Águila Negra”, porque le tenían un admirable y absurdo miedo.

Cuenta mi abuela que corrían los años de 1964. Fracturada, pálida y desnutrida, acudió junto con mi tía a la estación de Policía, más cercana de aquí en el pueblo, como a unos treinta minutos de camino para la capital de León, Guanajuato.
Catalina le contó al comandante, “Tepo” le decían así, más por su agilidad que por sus dientes, también notables. Le contó sus tres años de cautiverio, además, que hace unas horas había logrado escapar, y quería denunciar lo que ella, y otras semejantes vivían en San Francisco del Rincón, a mano de cuatro mujeres desalmadas.
Del comandante, apodado el Teporingo, pero llamado Hermenegildo Zúñiga Maldonado, salieron sonoras, y estridentes carcajadas que retumbaron lo alto y ancho de la comisaria, cuando mi abuela Catalina Ortega, continuó hablando, y temblando de manos al rendir su declaración, y dijo que había escapado de aquel infierno, porque era un disfrazado cabaret de mala muerte, donde se tenía privadas de la libertad a muchas mujeres y niñas… tiene que hacer algo señor comandante, se están muriendo en aquel burdel, molidas a palos y hambre, y algunas niñas enfermas: las han torturado, apedreado y dejado a la intemperie; otras las han enterrado vivas con su hijo destrozado en el vientre, haga algo, señor comandante, hágalo por favor, se lo suplico…

Catalina, suplicó, lloró, se hincó, imploró a los cielos. Pero, sólo la cínica y rotunda voz, concluyó con una risa, luego… no podemos creerle, ni ayudarle en nada señorita, váyase de aquí, si me hace usted el favor.

… pero cómo es usted tan cabrón, señor justicia. Decepción y esperanza, o quizá la rabia aún contenida en la boca de mi abuela, hizo bofetear al comandante, y salir a prisa sin ofrecer otra explicación que un portazo en plenas narices a un hombre equis que sorprendido, observó el acto.

Aunque, sin embargo, la historia se dio a conocer gracias a un intrépido reportero de un periódico sensacionalista, que siguió a mi abuela hasta aquí en la casa; donde mi tía le empujaba la puerta en plena cara, para que desistiera pasar, pero éste no volvió a dejarse azotar otra puerta, hasta que acudió mi abuela para ver qué era lo que pasaba.

Marcos era ese hombre equis que se encontraba en la comandancia, cuando oyó a mi abuela interponer su denuncia, y al escuchar lo terrorífico de las muertes de aquellas adolescentes, y fetos como alimento para las que se negaban a ofrecer sexo, o simplemente se rebelaban; se interesó en el caso de las infructuosamente acusadas, Poquianchis.

Las Poquianchis, siniestras y controvertidas mujeres, nacidas en Salto de Juanacatlán, Jalisco. Nacidas para tratar, y torturar blancas, para matar a palazos a adolescentes que engendraran vida, y no cumplieran con dichas aberraciones sexuales a funcionarios cómplices. Hijas violadas por su padre, y vendidas a un prostíbulo. Cuatro inseparables hermanas con apellido González Valenzuela, pero con sangre diabólica, apodadas también las “piernotas”.

Luego, mujeres suspicaces, que tenían gente en taxis clandestinos, recorriendo varios pueblos de la República Mexicana con el propósito de engañar a los padres; para que les encargaran a sus hijas de entre 13 y 15 años de edad; y que pronto supuestamente colocarían en casas de familias adineradas; para que trabajaran, y ganaran el dinero necesario que hacía falta en sus hogares.

Las Poquianchis, mujeres de apariencia ordinaria, que entraban a misa por delante de toda la gente. Vestidas de negro, con chalinas, y velos, ocultando su apariencia de asesinas y enterradoras de inocentes. Apodadas así, por sus voluptuosas caderas. Dueñas de una amañada red de prostitución infantil; desde los años cincuenta, protegidas por autoridades municipales y estatales. Sembradoras de terror, y crimen en casas–burdeles: La Barca de Oro; Río Rita; La garganta del Diablo; Guadalajara de Noche, en Lagos de Moreno. Pero que en una hora insospechada, mi abuela Catalina, huyó por una rendija, y así pudo acabar con ellas, y ponerle fin a sus macabros actos.

Fue así como el país se enteró de lo que ocurría en aquella vieja, y enorme casona de la calle Cóporo, en donde ahora sólo quedan las paredes, al igual que la extraña energía de las que allí fueron incineradas, y enterradas sin cristina sepultura.

México, 2010

SOY EL CANÍBAL




Por Israel Maldonado


Dicen algunos hombres que para todo, el fin justifica a los medios. Aunque yo, no pretendo justificar, querido lector. No pretendo justificar el acto del canibalismo, mucho menos presentar como mártir de una sociedad que todavía no comprende plenamente la conducta humana; a El caníbal de la Guerrero. Sólo quiero darle voz al asesino muerto por otros asesinos, al que levanto tanto revuelo y se convirtió en la noticia sensacionalista del año 2007 en México.

Ahora bien, referiré la historia del auto nombrado Poeta Seductor. Siendo para unos, un incipiente y supuesto poeta, un monstruo, y un terrible asesino serial; pero, para otros, un genial y brillante escritor mal comprendido del siglo XXI. Un caminante que anduvo por un mal camino, hasta que se perdió, y, no pudo encontrarse a sí mismo ni retornar al origen del cual, en una hora incierta germinó, y no quiso reconocerlo como su hijo, si no al monstro y dramaturgo que en hora mala hizo y nombró como José Luis Calva Zepeda.

De manos marcadas por el destino, nariz profunda y boca amplia, nació en el año 69 en la ciudad de México. Su padre Esteban, trabajador de maquinaria pesada, se le murió en las manos cuando era un niño de siete años, al dispararle accidentalmente un arma blanca; quedando al cargo de su madre que lo golpea y viola entre terribles baños de sangre, placer y dolor. Allí es cuando él se refugia en la poesía, en las cartas nunca leídas por su madre, en los dibujos realizados en cartones y hojas sucias.

Después de una golpiza terrible, y manos quemadas por el fuego de una parrilla, José, decidido, escapa de su casa para abandonarse a la calle, al hambre y las ofensas de una prostituta en la colonia de la Merced; que a bien le regala diario unas monedas para comer, diciéndole, me encanta tu pobre carita de muñequita, cuídate muchacho…

Pero debajo de un puente lo secuestra un homosexual, reconocido después como Juan Carlos Monroy Pérez; hombre que viola todas las noches al niño de diez años, cambiándole el nombre y algunos hábitos: obligándolo a fornicar con animales, vestirse y pintarse los labios como mujer.

José a los doce años, escapa por una ventana; por fin abierta. Vive nuevamente en la calle, aficionándose al alcohol y a las drogas, rodeado de perros y malos amigos. Roba, viola y maldice su desgracia, admira y odia a la mujer. Aunque se enamora de una bien parecida, una sexoservidora llamada Verónica Cobarrubias, apodada “La Jarocha”. Pero que descuartiza, y luego abandona dentro de una bolsa negra; echada a la suerte cerca de la barda de un panteón, dicen que llamado: San Agustín. Aunque, sin embargo, finalmente, jalada por un perro al basurero de Tlatelolco, que la hace terminar en la fosa común, con escaso trabajo de la Procuraduría para encontrar a su homicida o al menos su identidad.

A Verónica Cobarrubias, la desmiembra con tristeza, José, al celarla anteriormente con un homosexual amigo de ella, que era taxista en Netzahualcóyotl, y otras veces sexoservidor por rumbos de Casas Alemán.

Y a partir de ese momento, José Calva Zepeda escribe su historia con sangre, y la retorcida visión de su mundo. Se pinta el pelo de blanco y fuma como chimenea sobre la avenida Corregidora. Mata a las prostitutas, homosexuales, y mujeres divorciadas; de entre 30 y 40 años de edad, con baja autoestima e hijos que mantener. Las descuartiza, y abandona en Chimalhuacan y en el Bordo de Xochiaca. Algunas veces las corteja con su poesía y una rosa diaria, pero al fin de cuenta: las viola, las desmiembra y se las come, en especial disfruta masticar su matriz, para luego vestirse con sus prendas. Los intestinos femeninos molidos con sal y en una lata de chiles jalapeños debajo de su mesa, se convierte en el salero del centro de su casa, para otros: un simple y ordinario departamento de la colonia Guerrero.

Todo era normal sobre Juan Calva Zepeda, el guapo vecino del diecisiete…
Trabaja en un ciber-café. Vende sus poemas sueltos, en el Tianguis del Chopo; libros en diez o veinte pesos, para pagar el alquiler de su “ordinario” departamento. Gana un aproximado de 400 pesos diarios. Pero algunas veces no sale; metido en la computadora, frecuentando clubes cibernéticos para concretar puntos de encuentro, por la zona de Coyoacán.

Si estuvieras conmigo, Zepeda platica con su padre muerto para alejar su soledad. Pasa así su frustración, escribiendo su gran y décimo libro: Instintos Caníbales. Y demostrándose su poder como “la creación más grande del universo”, degustando del cigarro, del alcohol y la cocaína. Pero eso sí, todo con una excesiva limpieza personal que a bien se había prometido.

En su singular cocinilla, un lunes 8 de octubre de 2007, José Luis Calva Zepeda se puso a cocinar. Vestido con un blanco atuendo de mujer, chifle y chife entonaba uno de sus versos más exquisitos para él. Los ingredientes principales eran la mano y trozos de la carne del brazo de Alejandra Galeana Garavito, su forzada novia de 32 años. Pero que hizo suspirar antes, con poemas suyos cantados en un bar con karaoke.
Alejandra, lectora empedernida de poesía amorosa y de terror. Empleada de una farmacia de Genéricos Intercambiables, y, madre de dos pequeños; que hace una semana, medio asfixiada por estrangulación, y aturdida por un duro golpe en la cabeza; comenzaría su verdadero calvario. Descuartizada luego en una tina de baño a la altura del codo derecho, dando respingos como pollo descabezado.
… el “te voy a dejar, ya no quiero ni puedo seguir contigo”, nunca más se volvió a escuchar en la cabeza del poeta Zepeda, todo era silencio, pedazos y pedacitos de carne, y sobre todo olor penetrante; cayéndole sobre las agujetas, y albergando el departamento.

El poeta José Luis, admirador de Hannibal Lecter, hirvió restos de vagina, y un riñón en agua un buen rato. Preparó un caldo muy espeso, y una vez que la carne estaba cocida, le añadió limón como condimento. Decía, ¡mira, qué sabroso tocino ahumado! ¡Siempre estarás conmigo en mis entrañas, Alejandra! Se sirvió los trozos de carne en la mesa de su desayunador, con más limón cortado en un platito, y relucientes cubiertos de antaño, esperando.

Pero, no contaba con que su vecina, doña Verónica Consuelo Martínez, una profesora de inglés de 43 años, había percibido el hedor del cuerpo hervido, que procedía de su departamento con impecables cortinas blancas, dijo mentalmente, ahora sí el galán del depa diecisiete, se está perfumando con el de los siete machos, pero por si las dudas, le voy a dar un susto… Que le diga adiós a sus pelis de zoofilia o sadomasoquistas, que sé yo en las noches, concluyó riendo. Llamó a la policía, que acudió a averiguar qué ocurría en el edificio número 193 de la calle Mosqueta en la colonia Guerrero.

Los oficiales del orden, fueron sigilosos. Apagaron las luces de la torreta, y la sirena dejo de escucharse. Tocaron la puerta. Calva Zepeda apagó el karaoke, silencio a los perros, y se asomó a la ventana, por una cortina traslucida. Supo que estaba perdido, por eso de las siluetas inmóviles de los hombres. Los dejó entrar, con un gesto de confianza y tranquilidad, pero luego trató de huir, saltando del balcón de su departamento, se tiró por la ventana provocando el ruido de un cristalazo aterrador. Pese a la caída del cuarto piso, aún pudo echar a correr, pero un singular taxi lo atropelló con: saña, traición, alevosía y ventaja; para complicarle la conmoción cerebral que de leve tornó a grave.

Juan no llegó muy lejos. Los agentes judiciales lo detuvieron casi desvaneciéndose en mitad de la avenida. En seguida, revisaron su departamento. Lo que encontraron, los cegó y llenó de horror, sorpresa y espanto. No lo digo por toda su creación literaria, guardada en cajones: poemas sueltos, guiones de cine y teatro musical, o novelas de terror; lo digo por los peculiares cuchillos con mango de extraña madera, libros de brujería, listones y veladoras negras, una enorme lengua de res clavada en un altar salpicado de pétalos rojos y pedazos de ropa intima de hombre y mujer.
También, los policías encontraron en un ropero negro: un traje de mallón con sujetador que a la altura del pecho, simulaba dos senos en aluminio; antifaces con coloridas péndolas, como los usados en carnavales; ropita de bebe, manchada de sangre; y plumas negras. Y en sus gavetas de dicho mueble: frascos de yombina, tinta china, aros de látex para el pene. Además, libros del Marqués de Sade y brujería: “Magia y ciencias ocultas” “Le Diablo”. Asimismo, videos de películas de coprofagia, sadomasoquismo: “Hannibal” “Hostal 2” “Sangre caníbal” “Quil´s”.
Pero, además, lo más importante, macabro y demoledor, un banquete dantesco de carne humana; el tronco de Alejandra sobre una cuna dentro de un segundo armario, partes de piernas y brazos en el refrigerador, huesos blandos dentro de cajas de cereal, y un antebrazo recién pasado por el fuego, y frito en un sartén.

Aún no se sabe quién. Alguien en el edificio, activó la llamada de emergencia de la Cruz Roja en Polanco. Los paramédicos acudieron a curar a Juan, pero su estado ameritaba que lo trasladaran a una clínica. Lo llevaron al hospital de Xoco, donde permaneció bajo custodia, y su grave contusión de cabeza. Mientras estuvo internado allí, declaró su nombre y sus 38 años de edad: ser católico, su sueño de convertirse en actor, y escritor consagrado; aunque eso sí, nunca renunciaría a su bisexualidad, por nada en el mundo, y otras ideas metafóricamente macabras, que los golpes de la vida le hicieron revelar, y la sufrida contusión, confesarse el autor.

Días después, entre consiente y afiebrado, le dijo Zepeda a una criminóloga llamada Dolores Mendoza: “De alguna forma agradezco que me haya traído la policía, ya que así no me causo daño ni causo daño. Ya quería terminar este infierno”… “Quiero ser madre, pero por mandato de Dios, atiéndanme”. Pero una semana después, fue dado de alta, no sin antes haber dado a la mencionada criminóloga: un beso volado y, dos notas en un sobre ajado para su ausente madre que lo violó de chico; selladas con una saliva pegajosa y un olor que les daba un toque extraño.

¡Llegó el poeta caníbal…, a caerse con sus dos morlacos! gritaron los presidiarios del Reclusorio Oriente, haciendo bulla con los barrotes de las celdas. Aunque, Zepeda nunca se declaró haber comido carne humana, se le adjudicó el delito de antropofagia, y de haber matado a otras tantas mujeres cerca de su colonia; dejadas sin matriz, descuartizadas con una sierra eléctrica, y metidas en cajas marca bachoco.

¡Oye!, ¡oye! ¡Estás salvado por el paraíso chilango! ¡Pendejo poeta! Aquí en México no hay pena de muerte, sólo 50 años de éstos, se burló un reo haciendo la señal de pito con la diestra, rematando con un grito a su vez, ¡justicia para el caníbal!, ¡y a su madre también!

A Zepeda le llegó la justicia pronta y expedita. Le fue dictado auto de formal prisión sin mucho pensarlo; en el proceso ordinario por delito de homicidio calificado y violación al respeto del cadáver.

Y, como casi todo culpable homosexual sin dinero e influencias en México, José Calva Zepeda fue torturado por un fiscal homofóbico y mafioso; sometido y confinado bajo un fuerte dispositivo de seguridad el 24 de octubre en el reclusorio Norte; para en un mes de diciembre a las 6 a.m. “morir” en su celda número doce, con la marca de un extraño cinturón aprisionándole el cuello. Y sin mensaje póstumo que le despidiera, sólo marcas de tortura y violación, un palo metido en el ano y pedazos de sus genitales regados en el suelo, y batidos en su inconclusa novela: Instintos caníbales de un poeta seductor.

Así pues, Zepeda quedó ese sábado esperando su pase de lista, y su audiencia en el Juzgado 21. Aunque, sin embargo, se dice que todos los días, su espíritu caminando anda en pasillos largos y fríos de la SEMEFO, diciendo, soy el caníbal; escribiendo con mierda, trozos de sus poemas en los baños; mascando su soledad con desenfado y placer.

México, 2010

SE BUSCA AL J.J




Israel Maldonado


Te cuento lo que vi pero esta vez sin recurrir a las lágrimas sensibleras y estúpidas que me brotan en el más inoportuno momento. Ok. Te cuento lo que vi desde lejos, de cámara a monitor, en una conocida tienda del concurrido Aeropuerto Internacional Benito Juárez.

Eran como las tres de la tarde, todavía la redonda cara del sol se dibujaba a través de los árboles, y en cristales de edificios y autos retachaba en imágenes variadas y destellos metálicos. Como ya mencioné en aquella tienda de autoservicio, ocurrió todo, bueno casi todo. Allí, la luz de la tarde ya declinaba, sólo quedaban las lucecitas más rastreras colando por un amplio escaparate, intentando trepar a los lujosos aparadores para morir segundo a segundo en su intento de alcanzar de nuevo el cenit del sol. El clásico timbre de teléfonos y cajas registradoras se expandía como aguacero monótono entre el andar acelerado y el diálogo de la gente revolviendo paquetes, y bolsas de celofán en carritos y demás estanterías; altos anaqueles con tantos productos hoy se imaginaria la señora Globalización de la mano de su marido Capitalismo incluyendo el libro de Marx en una bolsa de plástico biodegradable.

El tiempo prosaico, y rutinario se consumía en la región menos trasparente de la delegación Venustiano Carranza, entre el dinero y las mercancías. Todo marchaba como un reloj de aeropuerto, todo normal, todo preciso y en forma. Las pistas de despegue, tenían la densidad reglamentaria del aire para seguir operando sin problemas.

Eran dos conocidos futbolistas, bueno, en realidad eran tres. Pero mejor te cuento lo que vi, de cámara a monitor para no caer en imprecisiones en las que suelo caer, cuando allá afuera hace un frío del demonio.

–Shhh... Shhh... Escucha de nuevo, pero pon atención y escucha…Vodka, brandy, tequila, whisky…

Memo releía a su amigo del alma, Cuauhtémoc, la lista de bebidas que traía en la mano, mientras en su memoria repasaba otra relación de alcoholes de mejor catadura y otros no tanto.

– ¡Cuauh, Cuauh… Temo, espera, espera! Olvidaste el vino chileno y las copas bohemias de tu amigo Cabañas-. Cuauhtémoc era entrañable amigo de Salvador Cabañas, era robusto, de anchas espaldas como de tortuga y tenía una notoria joroba que lo hacía bajar la mirada, aunque siempre marcando en su boca una sonrisa entre paternal y amistosa, capaz de iluminar la noche más lúgubre, tipo Mel Gibson pero a la tepiteña. Sonrisa que no pasaba desapercibida en su programa de televisión: La hora de Cuauhtémoc Blanco.

– ¡No la hagas! –decía Cuauhtémoc, guiñando el ojo y chasqueando la lengua–. Para eso te tengo a ti… Memito, mi ricitos de oro jalisciense. Y tú aquí tienes a tu brother a uña y carne... ¡A tu brother, camiseta número diez! ¿Entendiste, mi Paco Memo? ¡A tu brother!

Memo Ochoa se encontraba escogiendo los vasos de plástico más grandes y resistentes. Era cancerbero americanista de alta estatura, de más de 1.80 centímetros y andar tranquilo, cuerpo juvenil y nacarado, y de bonita cabellera marcada por cuidados rizos castaños. Sus ojos alegres, esperanzados y vivos como el fuego, arrancaban suspiros a toda fémina que se le cruzara hasta por el televisor.

Ochoa, vivía en un bonito departamento, cerca del Club América con su amigo Cuauhtémoc Blanco y un ex compañero de equipo, Cabañas, que había quedado siendo paciente ambulatorio con un proyectil alojado en su cerebro; paralítico y medio mudo, después de un incidente en un bar del sur de la ciudad de México. Bar que hoy en día sigue funcionando como si no hubiera pasado nada, además, le han ampliado el horario hasta las cinco de la mañana, y pronto volverá a salir en televisión de paga. Pero mejor les sigo contando que pierdo el hilo de lo que alcance a ver, como todo buen periodista de cámara a monitor en aquella tienda del aeropuerto “internacional”, porque allí sí pasa todo y no editan los videos como en ciertos lugares de Televisa. Ok., sigo…

Un hombre muy delgado, cabello corto, rizado y negrísimo como el de un moro, mandíbula afilada, y atrás del cuello, pegado a la nuca un tatuaje en dos letras: J.J, irrumpió en el lugar y observó todo como un perro husmeando desconfianzas, luego, se les acercó a los dos famosos futbolistas, como caminando desigual, de lado. Llevaba una especie de gabán café con muchas bolsas en ambos lados, le llegaba casi al nivel de las rodillas, obviamente, no había rareza en su vestir porque estábamos en junio, y, el aire era frío y en abundancia; chorreaba en los cuerpos desnudos en un temblor de piernas y manos.

El extraño hombre tenía los labios extremadamente rojos -alrededor- y se notaba a cada rato como los mojaba con su lengua rosada al momento de pronunciar palabra o incluso sin decir nada. Las líneas de su rostro denotaban inteligencia, pero sus pupilas amarillas de enfermo le restaban esa vivacidad para infundir miedo al que lo observara directamente.

– ¡Hola amigos! Los vi salir del Hotel Hilton, y… ¡Vaya invicto! Ah. ¿Dónde se encuentra su compañero Salvador Cabañas?-. Memo sentía repugnancia por ese tipo de aspecto descuidado e intimidante, llegado de improvisto, como la casualidad buscando a la suerte en un autoservicio con productos sin códigos de barras.

– ¡No anda con nosotros! ¡Se fue al cajero del Fiesta Inn…! –mintió Guillermo de forma tajante-. Y si no tienes inconveniente será mejor que te vayas por donde llegaste… ¡Llégale! ¡Ábrete de aquí…! ¡Por favor!

– ¡Ochoa, no seas grosero!.. Este hombre es… es… ¡seguro y nada más quiere su autógrafo! –expresó Cuauhtémoc medio en serio, medio en broma al mismo tiempo que le ofrecía una cajetilla con un cigarrillo sobresaliendo entre los demás, la simpatía y rareza del desconocido, le había exaltado estrellas cómplices en los ojos.

– ¡No, gracias…, ahorita no! ¡Me chuté un par de esos, allá en las Tortas Don Polo! ¡De verdad gracias…! ¡Ah! Creo…, parece que desde aquí ya lo estoy observando a Salvador, a mi paisano Salvador –expresó el desconocido en un tono tan normal tan espontáneo, como las hojas secas que se desprenden del árbol, con naturalidad–. El hombre se había acercado más a la canastilla del carrito rodante y, levantó una botella de brandy escocés que descansaba sobre un enorme paquete de salchichas.

– ¿En cuánto la encontró…, caballero? –se notó en el desconocido una extraña sonrisa al mismo tiempo que completó la frase en tres escupidos secos: –Se ve…, se ve muy buena para esta ocasión… ¿No?

–Ciento…, ciento… mmm. ¡Ciento veinte dólares!, creo…, es de lo más selecto, de lo más distinguido del paladar escocés y de... ¿Qué pasa, qué ocurre contigo Ochoa?-. Memo había azotado un paquete grande de vasos de plástico en el fondo del carrito, no quería perder más tiempo ni entablar una relación con aquel tipo de mala muerte, que recorría la mirada sobre el lugar como amo y señor, aparentando una digna tranquilidad que Dios sabe estaba muy lejos de disfrutar.

– ¡Ah! ¡Nos falta el vino chileno, Cuauhtémoc! –dijo Memo Ochoa con voz apremiante y, agitando su melena enrulada al voltear a ver su reloj pulsera que hace tiempo le había regalado su ex novia Dulce María; pero que a ratos detenía su mecanismo suizo, a veces por la menor agitación o el menor movimiento de coquetería. – ¡Coincidencia nada más!, decía Ochoa-; ¡coincidencias!

Al desconocido se le iluminaron de pronto los ojos de amarillo, y sus labios parecieron más rojos de lo que ya estaban, en su voz se reflejaba cierta extrañeza, cierta duda que no se podía saber o al menos sospechar; contrariamente como lo hacía Ochoa, al estudiar ciertos rasgos y actitudes de los sujetos. Es como un don con el que hoy más gente está naciendo, mirar rasgos y revelar la “esencia” de la gente, seguía pensando Ochoa.

– ¡Oh! ¡Yo vine especialmente por un vino chileno! ¡Ah…! ¿No les importa que me les una al shopping, compañeros? -dijo el sujeto como tratando de sonar amistoso, a pesar de su repulsiva apariencia y voz asqueada de existir al ser escuchada.

– ¡Claro que no, amigo…! ¡Vengase para acá! –agregó Cuauhtémoc, admitiéndolo a su lado con desparpajo y gracia, limpiándose a su vez el sudor de sus singulares entradas, y completando la invitación-: ¡Véngase, vamos a ver dijo el ciego! ¡Je je je…!

El desconocido, sorprendido, asintió sólo con un gesto de cabeza y se calló. El ruido del aerotren sobre el monorriel, todavía saturaba su cabeza. Su voz se estranguló, parecía haber desistido en medio de la garganta. Intentó comenzar de nuevo, pero volvió a desistir. Se pasó la mano por el cuello como si limpiase la voz por el lado de afuera. Al cabo de un rato volvió a hablar, como escupiendo más fuerte las palabras al tener la boca seca, sequísima ni el sabor amargo podía pasar.

–Le cuento…, le cuento… –siguió hablando el desconocido al tiempo que pasaba, apremiante saliva–; que yo también fui futbolista profesional en el Audax Italiano de Chile… Nací en Colombia pero me naturalicé paraguayo. Ah. Fui futbolista de los que iban a ser buenos, sólo que claro, allá en el Paraguay, ¿sabe…? Pero llegando aquí a México en la Apertura 2003… me lesionaron, precisamente fue un paisano mío que jugó en el Jaguares, y que ahora ustedes han de conocer bien entre sus filas americanistas; que luego, un 12 de octubre me quedó a deber unos goles en la Copa Libertadores para la afición, para el cartel, para la familia Albirroja… ¡Usted me entiende! ¿No, compañero?

Memo Ochoa comenzaba a sentirse nervioso. Sentía un desasosiego mezclado con una ansiedad que le crispaba el pecho, como si le hubieran metido una serie de penales en el corazón, en un partido cualquiera, un amistoso por así decirlo. Hizo una mueca como si experimentara un dolor físico de pies a cabeza. Se podría decir que le había infundido una espinita dudosa aquel hombre, que ahora observaba todo el lugar como animal acorralado, a la vez que caminaba a lado de Cuauhtémoc Blanco; que a la vez mariposeaba éste la mirada al ver pasar alguna mujer traserona y… tetona también, sin que se le cayera la cara del rostro. Pero ambos caminando un paso desigual que los hacía verse sacados de un cómic entre mexicano y japonés.

– ¡Cuauh, Cuauhtémoc!... Allá está..., hasta arriba, el vino chileno que buscabas. ¡Alcánzalo y vámonos ya! ¡Anda, date prisa que…, vamos cortos! ¡Vamos cortos de tiempo! ¡Mira! –Memo Ochoa señalaba con la diestra un vino tinto chileno, obscuro y fuerte como debe ser, que estaba en lo alto de un anaquel color azul.

– ¡Tranquilo, Memo! ¡Tranquilo! No te apasiones… ¡Calma mi campeón! ¡Calma y nos amanecemos! -dijo Cuauhtémoc, en su voz reflejaba tranquilidad, y sosiego alisándose el poco pelo que le quedaba de atrás hacia adelante y, sonriendo con aquella sutil complicidad, como sólo él suele hacerlo.

– ¡Oye…! –continuó diciendo Cuauhtémoc–: ¡Que esto no es un Campeonato!, ¡ni mucho menos el Mundial que…, sé nos llevará pronto el profe Aguirre…! ¡Je, je, je…! ¡Y esta vez no te quedarás en la banca..!. ¡Ven, vamos! Ayúdame a alcanzarlo, tú que todavía puedes estirarte como liga en el calor... ¡Anda canijo…! ¡Estírate como anoche! ¡Je, je, je! ¡Ven, vamos!

– ¡No! No Temo, espe... ra, ¡espera!-. Pero Cuauhtémoc ya le había echado el brazo al cuello, y se desplazaba ante un estante de considerable altura con Memo a lado izquierdo.

En ese preciso momento la cara y lengua del tipo se avivaron en un sonrojo total. Se tanteó una bolsa de la gabardina, y a toda prisa se perdió entre la concurrencia, para acercarse al cajero Red donde Salvador Cabañas pinchaba botones con su mano anillada y huesuda; sentado en su modesta silla de ruedas trataba de recordar el PIN de su tarjeta preferida que le regalaron sus dos hijos allá en Asunción, Paraguay.

El tipo jaló a Salvador, y comenzó a caminar de inmediato, luego, a grandes zancadas ruidosas y desiguales entró a un pasillo sujetando fuertemente la silla, estaba más pálido y le temblaba el labio inferior. Pero aun así no bajaba la mirada, para ver a Salvador Cabañas que alzaba éste la vista para distinguirle la cara, y, pedirle una posible explicación, sino lo conocía en todos sus veintinueve años de vida…
Digo yo a mi parecer: ¿No había salido Cabañas de la boca de la hiena, para entrar ahora las fauces del león? Total, la muerte volvía a señorear alrededor. Pero, sin embargo, en ese preciso instante todo el lugar entró en desbarajuste, en una completa y loca dispersión de gente abriéndose paso, a codazos y golpes de cadera, y uno que otro rodillazo; moviéndose sin ton ni son, ante el aullido de alarmas y altavoces que comenzaban a vibrar el aire. El ruido de un Airbus 320 cruzó vertiginosamente el cielo cortándolo luego, como tijeras negras en las alturas.
El ambiente se tornó pesado, denso, porque agentes de inteligencia y demás cuerpos de seguridad, buscaban al hombre con el punto y seña del tipo flaco y el tatuaje J.J en el cuello, y el gabán café hasta las rodillas. Pero un ventilador inexistente o inexplicable, agitó el aire sumiendo todo en confusión y malos entendidos, disculpas. No obstante, seguía haciendo un frío invisible, denso, punzante; se sentía hasta las salas de últimas espera del aeropuerto.

El J.J estaba aterrorizado, en pánico. Su infalible voz interior estaba cascada. Se inmovilizó en el acto, semejando a una reluciente estatua de ébano blanco, sin saber de pronto que hacer con las manos ni con lo que llevaba en la gabardina café ni mucho menos con Salvador Cabañas que intentaba moverse. Pero aún así pudo coger fría y cerebralmente un paquete de considerable tamaño que contenía a su vez un par de cuchillas, casi machetes de taquero; que quedaba sobre un viejo aparador cerca de allí, un aparador apenas de un azul tan antiguo como el cielo. Se dirigió en movimiento de pantera al baño de caballeros que estaba a escasos metros, sólo doblando un par de esquinas, pero eso sí, rengueando disimuladamente. Trató de entornar la puerta, aunque mejor la cerró con el pasador al salir el último usuario; un niño como de siete años que iba subiéndose los pantalones a toda prisa ante la sorpresa mayúscula que desconocía en el exterior.

El J.J ya bien dentro del baño miró el techo, las paredes blancas, con la expresión de pájaro en busca de un hueco en la jaula pero no corría ni el menor soplo de viento. Encendió unas luces que estaban más al fondo, unas luces de neón claras que parpadearon un rato antes de terminar de prenderse, uno de los focos siguió parpadeando intermitentemente. Podía imaginar su infortunio, su desgracia y desdicha ante una lluvia de balas cortando su escapatoria allá afuera. Pero trató de ordenar la vorágine de pensamientos, y sentimientos que lo atormentaban. Y así pues, mejor se quitó el gabán con toda tranquilidad, empujó a Salvador Cabañas; sentado rígido y mudo en su silla de ruedas en dirección al mingitorio todo oloroso a orines pestilentes, y un desodorante roto, colgando de un extremo, de una llave que a su vez hacía de perilla de dispersión.

Salvador, que por un momento fugaz, trató de levantar su un metro setenta centímetros de estatura fuera de la silla, haciendo palanca sobre las rodillas, pero este intento fallido fue el último que le atenazó la garganta de miedo, y le hizo caer la cabeza hacia un lado, aflojándole la orina. Parecía derrotado, sin esperanza, tan absorto tan ensimismado tan apartado de todo como de sí mismo, trepando su mente en andamios frágiles, edificando malos recuerdos y edemas cerebrales que las terapias en Formosa, Argentina le habían dejado atrás.

A puerta cerrada, el J.J resopló con fuerza por la nariz frunciendo las cejas. Se mordió los nudillos de la mano izquierda y, con el cuchillo más grande que ya había sacado del paquete, comenzó a cortarse el pecho con toda la intención de sacarse el corazón. Parecía un dragón llameando por las narices, porque la piel de la cara se le puso tirante sobre los huesos, y sus ojos parecían chispas, pero luego, se le humedecieron. Doblada la barbilla sobre el pecho, el dolor le goteaba por las facciones, sangraba y su rostro perdía contorno.

Podía verse el rojo auténtico de la sangre, chorreada y esparcida por casi todo el suelo, parte del espejo y lavamanos; y, a Salvador Cabañas con un extraño corazón negro, dentro de la boca, y su mirada ausente, perdida en un horizonte imaginario. Sus ojos diríase que no miraban, estaban hipnotizados de sangre, pasmados de espanto, de terror, de desconsuelo, de abandono.

El J.J estaba casi muerto, y mareado. Pero, aun así con su mano derecha revolvió su gabán salpicado de sangre, que estaba sobre un lavabo color blanco; buscando hasta encontrar una pistola con un bonito mango de nácar que en la parte inferior; una premeditada clave contenía: SC-1980. A juzgar por su semblante, pálido y afilado, y sus labios color lila; ahora llenos de una perlada segregación, parecía no tener sed ni daño alguno. Miró a Salvador directamente a sus ojos negros, repletos de un brillo húmedo, fijo y vidrioso; había perdido el habla, la capacidad de hacer ruido, movimiento. Pero aun así el J.J le aproximó el artefacto cortándole el intento de habla, y con un gesto firme lleno de sangre le ordenó silencio.

Salvador volvió a tener en los ojos la misma ausencia que se ve en los ojos de un cocodrilo, olvido y niebla. Un inmenso terror pareció retornar más fuerte al interior de los objetos de mármol, y porcelana. Segundos, sólo segundos, y, el J.J le apuntó el arma a la sien que detonó lo inesperado en aquel lugar… ¡Murió! Murió el grillo y su alergia al silencio en el ruido del mundo tras un balón…, gritando Mariscal, ¡Sansón! ¡Mariscal! Murió su última oportunidad de sobrevivir, y volver a defender sus cinco camisetas en otro spot publicitario. ¡Aguilita guaraní en boca de cocodrilo! ¡Aguilita de arena escurrida entre los dedos de una afición Albirroja! ¡Adiós Chava, y sueño de romper redes en Inglaterra, ante la cara boquiabierta del propio Blatter! ¡Adiós! ¡Piérdete en tu caballo blanco, hasta la batalla, siempre!

–Sí… ¡Sí! Ahora… sí estamos a mano, mi paisa… ¡De ésta sí no te salvas cabrón…! ¡Doble vida…! ¡Bajanoviasss! –murmuró con deleite, y esfuerzo el hombre flaco antes de dejarse caer al piso sobre un charco de sangre que corría hacia los extremos como el olor de la pólvora filtrándose en las paredes, en el liso silencio obstinado del mosaico blanco que torno gran parte rojo, tristeza y melancolía.

Tres agentes psiquiátricos llegaron al lugar de los hechos impulsados por un resorte instintivo al ver salir tres hilos de sangre debajo de la puerta; la tiraron a golpes de hombro para encontrarse con la estampa dantesca en primera plana del día: UN BAÑO DE SANGRE. Baño que contrastaba con sus zapatos blancos. Sus ojos eran ventanas de terror. El terror los cegó y ensordeció de momento, después investigaciones y declaraciones cayeron en cascada, muchas de ellas contradictorias que han dejado al mundo boquiabierto frente al televisor; a un Fernando Lugo, tratando de explicar a su país paraguayo, que no asimila el luto ni ante la máxima iglesia suiza ni frente a la televisada cancha sudafricana, ausente de banderas paraguayas flameando en las tribunas, a su último gran goleador de América.

Dicen que desde ese preciso momento Guillermo Ochoa y Cuauhtémoc Blanco, han dirigido su carrera por rumbos separados, cargando cada quien su fardo de culpas, nostalgias y soledades. Pero este último se ha hecho tatuar en el antebrazo izquierdo las dos letras idénticas del J.J y sonríe al cielo cada vez que hace un remate de jorobiña.

México, 2010

Y, OTRO CUENTO DEL JEFE DIEGO




Por Israel Maldonado

para el tabasqueño Andrés, porque solo él puede salvar al pueblo, porque él es el pueblo.


Aún sigo sosteniendo que Diego Fernández de Cevallos es un FARSANTE. Sí. Pido una disculpa a mi estimado, pero me arrebata la ira y el coraje por seguir viendo a México hundido en la corrupción, en el tráfico de influencias y, en el saqueo de un gobierno espurio; que aún solapa la existencia de la pobreza extrema ante la riqueza desmedida con su discurso oficial, para Vivir Mejor. Pero, sin embargo, todo es tan fácil de discernir, aunque la autocensura editorial de los medios mal informe al pueblo.

El tejido social se está deshilachando ante la absurda guerra contra el NARCO! Sí. He aquí que yo quiero limpiar las acciones de los hombres que están en plena lucha de sus convicciones y sus derechos; escondiéndose en las sierras, en los montes y en las selvas, con el imputado nombre de GUERRILLA y absurdas connotaciones de realizar SECUESTROS.

Recuerdo de mi abuela Mina el dicho: “El que se junta con lobos a aullar se enseña”. Y a todo esto, lo digo por el conocido “Jefe Diego”, que ayer domingo fue rescatado, desde su mismísimo nido de ratas; su lujosa mansión que poseía en la zona de Punta Diamante, en Acapulco.

Se dice que el caso comenzó en Querétaro a 25 kilómetros de la cabecera municipal de Pedro Escobedo. Ocurrió en plena noche 14 de mayo, en el Rancho La Cabaña… Fausto, el curtido vigilante de la propiedad a día y noche, escucha entrar la camioneta; el ruido de su motor le es familiar, dice en voz baja como temiendo despertar a alguien: “Eran como las 11:30 de la noche, verda que sí patroncito, guárdelo en esa cámara… dense clara cuenta que yo no miento… Bueno, ya entrada la noche…”

Diego llega sólo a su finca agrícola de sembradíos de alfalfa; en donde existen unas casitas cenicientas al centro. La luna ha remontado y su luz cae sobre sus hombros en rayos plateados. Maneja desde un restaurante en una camioneta Cadillac color arena. Exhibe en las manos más anillos que un Saturno en imágenes de texto actualizado. Deja atrás los alambrados de púas de los que últimamente ha estado muy orgulloso en ser el primero en importar a México. Hace frío, sopla el viento y la brisa se ha acumulado en el parabrisas, que casi siempre está cubierto de polvo. Un sudor fresco perla su frente, dejando tras de sí en cada acelere una densa polvareda.

Entra a su rancho por una vereda de terracería, va corriendo la mirada sobre el campo con un aire pensativo. No le ladran los perros, y esto le despierta cierta curiosidad. Sigue pisando afondo el acelerador al tiempo que comienza a reflexionar sobre los mejores momentos de su vida, además, de su retórica a sus colmados 69 años; misógina y racista.

Se estaciona casi junto a la entrada de la cochera. Todo es penumbra y silencio. Los arbustos de lilas le parecen más salpicados de blanco que de violeta; las flores que están a punto de abrirse le traen cierta melancolía. Pero una mosca o un mosquito; se agita zumbando en algún rincón. En tanto, olvida el pañuelo blanco de bastida para buscar algún puro cohiba dentro de la bolsa superior de su chamarra de gamuza. Se lamenta en voz alta al no encontrar cigarrillo alguno, pero al ver algo raro reflejarse en el cofre, interrumpe su soliloquio. Fija su mirada serena en el retrovisor más cercano. Tiene la impresión de ser el centro alrededor del cual se mueve todo. Aguza el oído, se enjuga la frente, y arquea el pecho. Comienza a hablar a la ligera como si continuara el hilo de sus pensamientos, dice: “eso es todo mi inconsciente… ya quieres tus ocho horas de atención en el solitario de la Narvarte, ¿verdad? O, ¿te estás revelando porque hago puras imbecilidades, contigo?”
Enseguida, se apea de la camioneta para recibir una violenta descarga de golpes en la cabeza con una A-K47. Trata de escapar pero es sometido por una mujer que le mete una funda marrón en la cabeza, y lo descalza. Varias manos lo suben a su misma camioneta y le palpan los brazos. Por fin, con un aparato para medir radiofrecuencias le han encontrado el microchip implantado en la espalda.

Son seis hombres los implicados. Diego se resiste a su desgracia. Cuatro de ellos proceden a sacarle el microchip con una navaja de bolsillo. Pero después de unos minutos están sacándole a sangre viva el aparato con unas tijeras que encontraron en la guantera, dice uno de ellos: “ande jefecito…, déjate y te damos un cigarrito; mira que los microchip son malos para la calvicie prematura y la barriguita satisfecha, eh”. Suenan grandes carcajadas falsas que quedan suspendidas sobre sus hombros… Total, le sacan el chip con el mismo entusiasmo salvaje, con el que botan a un golpe de pulgar fuera de la ventanilla.

Diego es bajado de la camioneta para obligarlo descalzo a andar rumbo a un carro negro que, en tanto ha llegado con tremendo sigilo entre la yerba, y con las luces apagadas. El dolor hacer que la frente se le llene de sudor, el viento más pesado de su vida le cae sobre la cabeza, y le sopla el cuello. Las hojas secas crujen bajo cada planta de sus pies, pero nadie se da cuenta de su propio terror que le paraliza el habla, y le apura su delicado corazón propenso a infartarse en cualquier momento de dicha o desdicha.

Todo ha cesado, no se mueve ni una sola hoja ni una brizna de alfalfa a su favor. Se vuelve más profundo el abismo que lo separa con el mundo leal, bueno y sincero. Pero, sin embargo, germina en su corazón un remanso de fe que lo consuela a seguir adelante, sin oponerse a las órdenes de sus agresores; demostrando su capacidad de llanto y sufrimiento en silencio antes de llegarles por la ineludible negociación; caso muy dado en él, porque siempre ha vivido con la filosofía de que todos tenemos un precio, todo en esta vida tiene un precio y hay que pagarlo, reflexiona, apretando con los labios la funda que cubre su rostro.

Diez minutos después, todo Diego seguía dando tumbos a troche y moche. Su cabeza y espalda; recargadas sobre los sillones del vehículo, desangrándose. Pero reinaba el completo silencio, desde el conductor y demás hombres en el lugar copiloto, hasta ambos que detrás lo iban sujetando.

Finalmente, como arte de magia se hizo el camino liso. Brincan la autopista federal 57 más de prisa que de costumbre. El cielo, muy estrellado, parecía haber descendido sobre el asfalto poblado de ruidos nocturnos, y moscos estampados en los faros y el parabrisas.

Otros minutos más, todos se pierden en la obscuridad y el silencio de las altas horas de la noche. Van cruzando ríos y bajando laderas montañosas de la Sierra Gorda; hasta el otro día que se hace pública y en primera plana “La desaparición del Jefe Diego”.

Se levanta entonces una polvareda de rumores, hipótesis y declaraciones; desde las visibles manchas de sangre dentro del vehículo, hasta las incompletas huellas dactilares dejadas en la carrocería.

Dos helicópteros color haba y franjas negras del ejército mexicano, vigilan el área pero Cevallos no aparece. El escuadrón estatal de perros policía, peina la zona confirmando su plana desaparición de predios queretanos por rodadas de neumáticos de una todoterreno. El trino de los ruiseñores viene desde el estanque, pero aún así puede sentirse la muerte en toda la finca, la tristeza y el horror flotan en el aire y la hierba cubierta de rocío. Ahora sí, los ladridos y el monitoreo a un microchip solitario dejan caer el comienzo de un mal augurio.

Para no ir más lejos, a las diez de la mañana, Diego es desamarrado de la silla y despojado de la funda. Hace una mueca como si experimentara un dolor físico. Segundos y, pasa el eclipse de sus ojos brillantes y húmedos. Pero la sangre se le enloquece, se le hace nudo en la garganta, y se le agolpa en las sienes. Se pone como turbado, dejando caer torpemente los brazos. No pudo completar la frase porque en ese momento le pasa un calosfrío de indescriptible terror por la espalda, cascándole la voz. Al frente ve a su aparente amigo, Joaquín el Chapo Guzmán; y a su finísimo cliente, Nacho Coronel; ambos con las manos en los bolsillos de la chaqueta y los pies ligeramente separados.

Aunque pronto estos hombres, le ajustan las cuentas del pueblo con un revés sobre su cara, alzando los hombros y meneando la cabeza. Y finalmente, yéndose ambos ofreciendo el paso con insistentes reverencias hasta llegar a un sillón algo retirado de él, entre sonadas carcajadas de triunfo y felicitaciones.

El sol se ha puesto ya detrás del cerro. Las nubes se ciernen cada vez más abajo anunciando un mal tiempo. Diego grita con un dolor creciente, con un terrible arrebato que marca con sangre las profundas arrugas de su entrecejo, llevándose la cara entre las manos, y pidiendo perdón. La piel de la cara se le pone tirante sobre los huesos, los ojos se le humedecen, doblada la barbilla sobre el pecho y acepta escribir. Enseguida, el Chapo le ofrece una pluma y una hoja para comenzar el recado a su agitada, y preocupada familia de Monterrey. Pero el queretano tiene un golpe en la cabeza y, un tremendo dolor en el brazo y la espalda que lo imposibilita, haciéndolo vomitar sangre con la cabeza inclinada al frío suelo de piedra.

Al otro día los medicamentos le han calmado el dolor. Pero ahora le duele el corazón, está pálido y, le tiembla constantemente el labio inferior. En tanto, redacta la carta dirigida a su hijo mayor, escribe: “Mis captores no les corren ninguna prisa, lo mismo les da mañana que dentro de cien días…” Concluye sin fuerzas para llorar.

Horas más tarde, ponen de pie al capturado para colocarlo frente a una pared cubierta con una amplia bolsa negra, vendado de ojos y sujetando el periódico que tanto ha pregonado su desaparición a nivel nacional con la rapidez de la pólvora en el aire. Le disparan flashes que firman luego como “Misteriosos Desaparecedores”.
Nacho Coronel negocia el trato con la familia, pidiendo hermetismo total. Exige en letras parejas y gordas: “Sin datos, pistas, filtraciones, o exclusivas; porque, si lo hacen no habrá episodios ni escalas; verán la muerte de su padre en vivo y en directo… Un enternecedor saludo, y seguiremos informando”.

Mientras tanto, en una casa de seguridad de la PGR, Salinas de Gortari ha vagado como una sombra desocupada, sin pensar en nada. Aunque, luego con una llamada presiona la máxima discreción de los medios y la opinión pública, para salvaguardar la vida de su íntimo amigo. Desiste desplegar operativos de búsqueda con el FBI, y la DEA, sólo ateniéndose a esperar la negociación del cuestionable secuestrador, murmura entre sí, no es una decisión fácil, pero sí firme. Sigue meditando el asunto y revolviéndose en la silla, mientras afirma con un suspiro, y abraza a su único hijo que juguetea a sus pies.

Justo una hora después, Coronel esboza una sonrisa diabólica acariciándose el negro y cuidado bigote. Con un leve y significativo ademán, ordena papel y pluma. Se arremanga la camisa a cuadros, y hace llegar otro comunicado absolutamente confidencial al hijo mayor de Cevallos. Sin embargo, la respuesta es interceptada por el comandante García Luna en sus instalaciones subterráneas; que enseguida emprende la búsqueda, aunque infructífera, pues, sólo tomó rastros de unas huellas incompletas desde una caseta telefónica que a su vez estaba siendo monitoreada sin que se diera cuenta alguna, más que de su frustrada investigación policiaca.

En tanto, nuevamente, Nacho Coronel se siente defraudado. Levanta la mano para imponer el silencio entre sus hombres, y el desempeño de las cámaras de video. Frunce las cejas. Saca un pañuelo y se limpia el sudor de toda la cara, dejando ver más rojas sus vagas cicatrices, y brillante su cuello tostado por el sol. La sonrisa desapareció de sus labios, y de su entrecejo aparece una arruga acompañada de una contundente idea. Enseguida, hace llegar el dedo índice “de Cevallos” al hijo, pidiendo absoluta discreción, y silencio; para luego dictar su ultimátum de cincuenta millones de dólares en la Catedral de la Ciudad de México, y si no hay dinero, dice el recado, el corazón pronto estará en camino.

El día acordado está más que escrito, y el lugar definido. Los captores hablan con un fiel religioso de toda su confianza; pero éste luego se pone en contacto con altos mandos del capo Beltrán Leiva; delatando el plan de Nacho Coronel, y la zona caliente en donde tiene al penalista famoso y rico que vela por la oligarquía y el régimen; secuestrado en una de sus tantas propiedades de Acapulco.

Los rayos templados del sol lo iluminan todo. Las nubes se condensan, tornándose más obscuras y ya desde la mañana parecía que iba a desencadenarse una tormenta, pero no de balas, pues, tras una llamada telefónica, el Presidente contesta que sí, guiña un ojo y contiene una risa, diciendo: “Gracias, señor Peña... Nos vemos en la Tele. Ah!

En seguida, FCH junto con la SEDENA, y cascos azules delegados por Barack Obama; decide dar el golpe definitivo a una extremidad del crimen organizado que tanto influenció en Ciudad Juárez. Y un grupo de élite de paracaidistas mata a Coronel, y rescata a Cevallos, todo se ve por televisión.

Entonces, se aprecia como Cevallos abraza a Felipe ante un dispositivo de seguridad asombroso. Tiene los diez dedos jaspeados de mugre pero completos, y está lleno de vida y de luz. Además, su carrera y miras al 2012 están en ascenso…
Y aún así, yo, López Obrador sigo sosteniendo que Diego Fernández de Cevallos es un farsante. Sí. Un FARSANTE que ya dará en los medios de que hablar.





Israel Maldonado Maldonado

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